martes, 22 de abril de 2014

Crónica de un exilio obligado (El caso García Márquez)

La historia del exilio de Gabriel García Márquez


Durante el gobierno cívico-militar del tristemente famoso dúo Turbay Ayala & Camacho Leyva, a principio de los años 80, Colombia parecía ser el infierno más grande de la Tierra. La gente trajinaba con el miedo a cuestas. Las protestas populares eran reprimidas con carrotanques y fuego de fusiles. Las guarniciones militares albergaban tantos seres destrozados por la tortura como soldados. Las armas de corto y largo alcance le habían cedido lugar a la cuchara para sacar ojos, la tenaza para arrancar uñas, picanas, cuchillos que ponían la lengua de corbata, agujas, palos de escoba para hurgar vaginas y un sinnúmero más de utensilios del dolor. Y como desprendidos de un famoso discurso, las cárceles colombianas pululaban de “Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada.” Por esos días el escritor Gabriel García Márquez creaba textos en algún lugar de la bulliciosa y gris Bogota. Tenía para trabajar “un estudio sin luz natural y una máquina de escribir eléctrica.” Lejos, muy lejos estaba de pensar que los dueños del terror le tenían el ojo puesto. Pero para bien del escritor y de los soñadores del mundo, alguien cercano al futuro Nóbel le pasó la voz de alerta. Las ganas que tenían los militares de interrogar al conocido narrador de Aracataca no eran para nada infundadas. El agua para el submarino ya la tenían represada. Pero García Márquez, sin pensar en la duda, corrió con su mujer a tocar puertas en la embajada de Méjico. Allí lo esperaba el agreste camino del exilio. Enseguida Rafael Santos Calderón, a quien conoceréis por la mezquindad de su escritura y su porte de vulgar potentado, expelió su esencia de lamebotas de los militares publicando, bajo el seudónimo de Ayatollah, la sórdida nota: Viaje gratis a México. Dicha publicación apareció el domingo 29 de marzo de 1891 en el periódico El Tiempo, del cual su familia era dueña. El día 8 de abril de 1981, ya lejos del ruido de los sables, Gabriel García Márquez aclaró, con la nobleza que escribía, la verdad de los hechos, en una columna publicada en El País de España. De paso respondió a la aleve nota divulgada por Ayatollah en El Tiempo, ese mismo diario que este fin de semana no ahorró ni papel ni tinta para referirse al deceso del hombre más ilustre y mentado que ha parido Colombia. Lástima que la tinta no les alcanzó para pedir disculpas, así fueran póstumas. Dejamos en manos de nuestros lectores la mísera publicación de El Tiempo y de la contundente columna de Gabo que al decir de la también exiliada Imelda Daza, es un soberbio trozo de gran literatura que también pudiera darle algunas ideas a tantos periodistas que desde que supieron de la muerte de García Márquez no han hecho más que repetir pendejadas.

Víctor Rojas






Punto final a un incidente ingrato

Por Gabriel García Márquez
8 de abril de 1981

Nunca, desde que tengo memoria, he dado las gracias por un elogio escrito ni me he contrariado por una injuria de prensa. Es justo, cuando uno se expone a la contemplación pública a través de sus libros y sus actos, como yo lo he hecho, que los lectores puedan disfrutar del privilegio de decir lo que piensan, aunque sean pensamientos infames. Por eso renuncié hace mucho tiempo al derecho de réplica y rectificación --que debía considerarse como uno de los derechos humanos-- y, desde entonces, en ningún caso y ni una sola vez en ninguna parte del mundo he respondido a ninguno de los tantos agravios que se me han hecho, y de un modo especial en Colombia. Me veo obligado a permitirme ahora una sola excepción, para comentar los dos argumentos únicos con que el Gobierno ha querido explicar mi intempestiva salida de Colombia la semana pasada. Distintos funcionarios, en todos los tonos y en todas las formas, han coincidido en dos cargos concretos. El primero es que me fui de Colombia para darle una mayor resonancia publicitaria a mi próximo libro. El segundo es que lo hice en apoyo de una campaña internacional para desprestigiar al país. Ambas acusaciones son tan frívolas, además de contradictorias, que uno se pregunta escandalizado si de veras habrá alguien con dos dedos de frente en el timón de nuestros destinos.

La única desdicha grande que he conocido en mi vida es el asedio de la publicidad. Esto, al contrario de lo que creo merecer, me ha condenado a vivir como un fugitivo. No asisto nunca a actos públicos ni a reuniones multitudinarias, no he dictado nunca una conferencia, no he participado ni pienso participar jamás en el lanzamiento de un libro, les tengo tanto miedo a los micrófonos y a las cámaras de televisión como a los aviones, y a los periodistas les consta que cuando concedo una entrevista es porque respeto tanto su oficio que no tengo corazón para decirles que no.

Esta determinación de no convertirme en un espectáculo público me ha permitido conquistar la única gloria que no tiene precio: la preservación de mi vida privada. A toda hora, en cualquier parte del mundo, mientras la fantasía pública me atribuye compromisos fabulosos, estoy siempre en el único ambiente en que me siento ser yo mismo: con un grupo de amigos. Mi mérito mayor no es haber escrito mis libros, sino haber defendido mi tiempo para ayudar a Mercedes a criar bien a nuestros hijos. Mi mayor satisfacción no es haber ganado tantos y tan maravillosos amigos nuevos, sino haber conservado, contra los vientos más bravos, el afecto de los más antiguos. Nunca he faltado a un compromiso, ni he revelado un secreto que me fuera confiado para guardar, ni me he ganado un centavo que no sea con la máquina de escribir. Tengo convicciones políticas claras y firmes, sustentadas, por encima de todo, en mi propio sentido de la realidad, y siempre las he dicho en público para que pueda oírlas el que las quiera oír. He pasado por casi todo en el mundo. Desde ser arrestado y escupido por la policía francesa, que me confundió con un rebelde argelino, hasta quedarme encerrado con el papa Juan Pablo II en su biblioteca privada, porque él mismo no lograba girar la llave en la cerradura. Desde haber comido las sobras de un cajón de basuras en París, hasta dormir en la cama romana donde murió el rey don Alfonso XIII. Pero nunca, ni en las verdes ni en las maduras, me he permitido la soberbia de olvidar que no soy nadie más que uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca. De esa lealtad a mi origen se deriva todo lo demás: mi condición humana, mi suerte literaria y mi honradez política.

He dicho alguna vez que todo honor se paga, que toda subvención compromete y que toda invitación se queda debiendo. Por eso he sido siempre tan cuidadoso en mi vida social. Nunca he aceptado más almuerzos que los de mis amigos probados. Hace muchos años, cuando era crítico de cine y estaba sometido a la presión de los exhibidores, conservaba siempre el pase de favor para demostrar que no había sido usado, y pagaba la entrada. No acepto invitaciones de viajes con gastos pagados.

El boleto de nuestro vuelo a México de la semana pasada --a pesar de la gentil resistencia de la embajadora de aquel país en Colombia-- lo compramos con nuestro dinero. Pocos días antes, sin consultarlo conmigo, un amigo servicial le había pedido al alcalde de Bogotá que hiciera cambiar el horario del racionamiento eléctrico en mi casa, pues coincidía con mi tiempo de trabajo, y tengo un estudio sin luz natural y una máquina de escribir eléctrica. El alcalde le contestó, con toda la razón, que Balzac era mejor escritor que yo y, sin embargo, escribía con velas. Al amigo que me lo contó indignado le repliqué que el señor alcalde cumplió con su deber, y que contestó lo que debía contestar.

La gente que me conoce sabe que esta es mi personalidad real, más allá de la leyenda y la perfidia, y que si quedé mal hecho de fábrica ya es demasiado tarde para volverme a hacer nuevo. De modo que no, ilustres oligarcas de pacotilla: nadie se construye una vida así, con las puras uñas, y con tanto rigor minuto a minuto, para salir de pronto con el chorro de babas de asilarse y exiliarse sólo para vender un millón de libros, que además ya estaban vendidos.

El segundo cargo, que me fui de Colombia con el único propósito de desprestigiar al país, es todavía menos consistente. Pero tiene el mérito de ser una creación personal del presidente de la República, aturdido por la imagen cada vez más deplorable de su Gobierno en el exterior. Lo malo es que me lo haya atribuido a mí, pues tengo la buena suerte de disponer de dos argumentos para sacarlo de su error.

El primero es muy simple, pero quiero suplicar que lo lean con la mayor atención, porque puede resultar sorprendente. Es este: en ninguna de mis ya incontables entrevistas a través del mundo entero --hasta ahora-- no había hecho nunca ninguna declaración sobre la situación interna de Colombia, ni había escrito una palabra que pudiera ser utilizada contra ella. Era una norma moral que me había impuesto desde que tuve conciencia del poder indeseable que tenía entre manos, y logré mantenerla, contra viento y marea, durante casi treinta años de vida errante. Cada vez que quise hacer un comentario sobre la situación interna de Colombia lo vine a hacer dentro de ella o a través de nuestra prensa. El que tenga una evidencia contra esta afirmación le suplico que la haga conocer de inmediato, de un modo serio e inequívoco y con pruebas terminantes. Pues también suplico a mis lectores que si esas pruebas no aparecen, o no son convincentes, lo consideren y proclamen desde ahora y para siempre como un reconocimiento público de mi razón.

El segundo argumento es todavía más simple, y no ha dependido tanto de mí como de la fatalidad. Es este: tengo el inmenso honor de haberle dado más prestigio a mi país en el mundo entero que ningún otro colombiano en toda su historia, aun los más ilustres, y sin excluir, uno por uno, a todos los presidentes sucesivos de la República. De modo que cualquier daño que le pueda hacer mi forzosa decisión lo habría derrotado yo mismo de antemano, y también a mucha honra.

En realidad, el Gobierno se ha atrincherado en esas dos acusaciones pueriles, porque en el fondo sabe que mi sentido de la responsabilidad me impedirá revelar los nombres de quienes me previnieron a tiempo. Sé que la trampa estaba puesta y que mi condición de escritor no me iba a servir de nada, porque se trataba precisamente de demostrar que para las fuerzas de represión de Colombia no hay valores intocables. O como dijo el general Camacho cuando apresaron a Luis Vidales: «Aquí no hay poeta que valga». Mauro Huertas Rengifo, presidente de la Asamblea del Tolima, declaró a los periodistas y se publicó en el mundo entero que el Ejército me buscaba desde hacía diez días para interrogarme sobre supuestos vínculos con el M-19. El único comentario que conozco sobre esa declaración lo hizo un alto funcionario en privado: «Es un loquito». En cambio, el primer guerrillero que se declaró entrenado en Cuba provocó, de inmediato, la ruptura de relaciones con ese país. Pero hay algo no menos inquietante: a la medianoche del miércoles pasado, cuando mi esposa y yo teníamos más de seis horas de estar en la Embajada de México en Bogotá, el Gobierno colombiano fue informado de nuestra decisión, y de un modo oficial, a través del secretario general de la cancillería colombiana, el coronel Julio Londoño. A la mañana siguiente, cuando la noticia se divulgó contra nuestra voluntad, los periodistas de radio entrevistaron por teléfono al canciller Lemos Simonds y éste no sabía nada. Es decir: casi ocho horas después aún no había sido informado por su subalterno. El ministro de Gobierno, aún más despalomado, llegó hasta el extremo de desmentir la noticia. La verdad es que las voces de que me iban a arrestar eran de dominio público en Bogotá desde hacía varios días y --al contrario de los esposos cornudos-- no fui el último en conocerlas. Alguien me dijo: «No hay mejor servicio de inteligencia que la amistad». Pero lo que me convenció por fin de que no era un simple rumor de altiplano fue que el martes 24 de marzo, en la noche, después de una cena en el palacio presidencial, un alto oficial del Ejército la comentó con más detalles. Entre otras cosas dijo: «El general Forero Delgadillo tendrá el gusto de ver a García Márquez en su oficina, pues tiene algunas preguntas que hacerle en relación con el M-19». En otra reunión diferente, esa misma noche, se comentó como una evidencia comprometedora un viaje que Mercedes y yo hicimos de Bogotá a La Habana, con escala en Panamá, del 28 de enero al 11 de febrero. El viaje fue cierto y público, como los tres o cuatro que hacemos todos los años a Cuba, y el motivo fue una reunión de escritores en la Casa de las Américas, a la cual asistieron también otros colombianos. Aunque sólo hubiera sido por la suposición escandalosa de que ese viaje tuvo alguna relación con el posterior desembarco de guerrilleros, habría tomado precauciones para no dejarme manosear por los militares. Pero hay más, y estoy seguro de que el tiempo lo irá sacando a flote.
La forma en que la prensa oficial ha tratado el incidente está ya sacando algunas, y más de lo que parece.
Ha habido de todo para escoger. Jaime Soto --a quien siempre tuve como un buen periodista y un viejo amigo a quien no veo hace muchos años-- explicó mi viaje en la forma más boba: «El que la debe la teme». Sin embargo, el comentario más revelador se publicó en la página editorial de El Tiempo, el domingo pasado firmado con el seudónimo de Ayatolá. No sé a ciencia cierta quién es, pero el estilo y la concepción de su nota lo delatan como un retrasado mental que carece por completo del sentido de las palabras, que deshonra el oficio más noble del mundo con su lógica de oligofrénico, que revela una absoluta falta de compasión por el pellejo ajeno y razona como alguien que no tiene ni la menor idea de cuán arduo y comprometedor es el trabajo de hacerse hombre.

A pesar de su propósito criminal, es una nota importante, pues en ella aparece por primera vez, en una tribuna respetable de la prensa oficial, la pretensión de establecer una relación precisa, incluso cronológica, entre mi reciente viaje a La Habana y el desembarco guerrillero en el sur de Colombia. Es el mismo cargo que los militares pretendían hacerme, el mismo que me dio la mayoría de mis informantes, y del cual yo no había hablado hasta entonces en mis numerosas declaraciones de estos días. Es una acusación formal. La que el propio Gobierno trató de ocultar, y que echa por tierra, de una vez por todas, la patraña de la publicidad de mis libros y la campaña de desprestigio internacional. Ahora se sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué tendré que seguir viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo, contra mi voluntad.

No puedo terminar sin hacer una precisión de honestidad. Desde hace muchos años, El Tiempo ha hecho constantes esfuerzos por dividir mi personalidad: de un lado, el escritor que ellos no vacilan en calificar de genial, y del otro lado, el comunista feroz que está dispuesto a destruir a su patria. Cometen un error de principio: soy un hombre indivisible, y mi posición política obedece a la misma ideología con que escribo mis libros. Sin embargo, El Tiempo me ha consagrado con todos los elogios como escritor, inclusive exagerados, y al mismo tiempo me ha hecho víctima de todas las diatribas, aun las más infames, como animal político.

En ambos extremos, El Tiempo ha hecho su oficio sin que yo haya intentado nunca ninguna réplica de ninguna clase, ni para dar las gracias ni para protestar. Desde hace más de treinta años, cuando todos éramos jóvenes y creíamos --como yo lo sigo creyendo-- que nada hay más hermoso que vivir, he mantenido una amistad fiel y afectuosa con Hernando y Enrique Santos Castillo --a quienes quiero bien a pesar de nuestra distancia, porque he aprendido entenderlos bien-- y con Roberto García Peña, a quien tengo por uno de los hombres más decentes de nuestro tiempo. Quiero suplicarles que digan a sus lectores si alguna vez les he hecho un reclamo por las injurias de su periódico, si alguna vez he rectificado en público o en privado cualquiera de sus excesos, o si éstos han alterado de algún modo mi sentido de la amistad. No; he tenido la buena salud mental de tratarlos como si ellos no tuvieran nada que ver con un periódico que siempre he visto como un engendro sin control que se envenena con sus propios hígados. Sin embargo, está vez el engendro ha ido más allá de todo límite permisible y ha entrado en el ámbito sombrío de la delincuencia. Me pregunto, al cabo de tantos años, si yo también no me equivoqué al tratar de dividir la personalidad de sus domadores.

De modo que todo este ingrato incidente queda planteado, en definitiva, como una confrontación de credibilidades. De un lado está un Gobierno arrogante, resquebrajado y sin rumbo, respaldado por un periódico demente cuyo raro destino, desde hace muchos años, es jugárselas todas por presidentes que detesta. Del otro lado estoy yo, con mis amigos incontables, preparándome para iniciar una vejez inmerecida, pero meritoria. La opinión pública, no tiene más que una alternativa: ¿A quién creer? Yo, con mi paciencia sin término, no tengo ninguna prisa por su decisión. Espero.


A continuación la infame nota:

Viaje gratis a México

Por Ayatollah
(Seudónimo de Rafael Santos Calderón, hoy codirector del periódico El Tiempo)


 La forma como se produjo el cantinflesco y ridículo «asilo» del famoso escritor Gabriel García Márquez fácilmente hubiera podido presentarse ampliamente en las páginas sociales con un titular como este: «Conocido escritor viaja gratis a México». Eso sí, debe admitirse que el montaje del señor García Márquez y su grupillo de amigos quedó muy bien y que si el objetivo era el de que la prensa y la radio registraran el hecho con espectacular bombo, definitivamente lo lograron.

 Así como el respetadísimo escritor es una de las más importantes figuras literarias que en su historia ha producido el país, también hay que abonarle su enorme capacidad para explotar el nombre que tiene y convertirse en uno de los tantos enemigos que tiene Colombia, en uno de los detractores internacionalizados que aprovechan, cuando están en el exterior, para asumir una posición moralizadora, la más cómoda, y despotricar de nuestra nación.

 Dejando a un lado los exquisitos productos de su magistral pluma, creo que la gente ya está cansada de que el señor García Márquez predique desde fuera la revolución. ¿Por qué no viene al país, se instala en él y nos dice cuál es la revolución que quiere? Creo que el pueblo tiene derecho a que se le presenten varias alternativas políticas, que obviamente serán poco efectivas si se lanzan en el exterior desde sofisticados semanarios franceses o diarios mexicanos o dentro de exclusivísimos círculos sociales en el país.

 La desconcertante actitud de Gabriel García Márquez sólo tiene un calificativo: se quiso burlar de Colombia y lo logró. De eso se ocupa el novelista cuando no está escribiendo. Invierte su tiempo urdiendo la próxima maniobra para desprestigiar a su patria. Sé muy bien que el país está para barrer pero no tiene sentido que uno forme parte de la basura. Afortunadamente los colombianos, que no son brutos, entendieron los oscuros fines que perseguía García Márquez y no se demoraron en calificarlos de farsa y engaño.

 Vale la pena que reconstruyamos rápidamente cómo se montó el ridículo «asilo» que estoy seguro hoy lamenta Gabito.

 Primer episodio. Llega hace un mes al país el escritor Gabriel García Márquez y se dedica a concurrir a elegantísimas reuniones sociales en los más exclusivos círculos a los que asistieron en algunas ocasiones militares, políticos de todo tipo e intelectuales. En una de esas ocasiones pareció, riendo a carcajadas, en las páginas de la revista Cromos, que registra los actos sociales más oligárquicos. Durante todo ese tiempo anduvo tranquilamente por todas partes. Nadie lo molestó.

 Segundo episodio. Desembarca en la costa pacífica un contingente guerrillero de más de 100 hombres, completamente entrenado en Cuba y armado hasta los dientes.

 Tercer episodio. Colombia suspende relaciones con la isla de Fidel Castro y asesta uno de los más duros golpes al movimiento M-19, acogido fraternalmente por el gobierno cubano.

 Cuarto episodio. Un grupillo de amigos de García Márquez, socios de la editora que publicará su última obra, Crónica de una muerte anunciada, se van a decirle al escritor que es mejor hacer planes pues al parecer el Ejército quiere llevárselo a conocer las caballerizas de Usaquén. En el país se va a lanzar un millón de ejemplares de su obra.

 Quinto episodio. Gabo hace maletas y se asila en la embajada de México. Sin embargo, la figura de asilo no se configurará porque el señor García Márquez no lo requiere, ni la justicia, ni nadie. Como dijo el canciller Lemos Simmons, el novelista hubiera podido salir del país tan tranquilamente como lo hace la reina de belleza Nini Johanna.

 Sexto episodio. El escritor viaja a México, donde con seguridad manipula la prensa nacional e internacional, y dice que esto es Uruguay o Chile. El mundo entero, obviamente, le cree y comienzan a llegar cartas en inglés, francés y alemán, escritas por las mismas personas, en las que piden que se respeten los derechos humanos y se deje volver a García Márquez a su tierra.

 Epílogo. El que nada debe, nada teme.

 Si las intenciones de García Márquez eran montar un lanzamiento de película para su último libro, hay que admitir que nadie se quedará sin leerlo. Pero si lo que pretendía era desprestigiar al país y al Gobierno, también lo logró. Nadie le dijo al señor García Márquez que se fuera. ¿Sería el olor a la guayaba el que lo ahuyentó?”

lunes, 21 de abril de 2014

El día que Gabriel Gracía Márquez delinquió en la tierra de los vikingos


El día que Gabriel García Márquez delinquió en la tierra de los vikingos


Por Víctor Rojas*


Es otoño a plenitud. Sin embargo, en la pequeña ciudad de Jönköping los árboles se niegan a la fascinación de los colores y a la desnudez. En el patio de la casa, una manzana cae de la rama al pasto, vencida por el frío. En el bosque cercano se oye el ladrido de un perro y el estruendo seco de un disparo. La caza de alces está en todo su furor. En años anteriores ha habido casos de balas perdidas que perforan transeúntes y de cazadores que le echan demasiado coñac al termo del café. Aun así, el periodista uruguayo Pepe Viñoles y yo salimos a caminar por las orillas de la ciudad. Tal como acostumbro hacerlo con los amigos que me visitan. Apenas si habíamos abandonado la casa empezamos a conversar, para hacer más ligeros los pasos, de la Teoría del Caos y de lo absurda que es la Vida. Ilustramos nuestra plática con la anécdota del soldado que recibió la orden de ultimar al Che Guevara el día que cayó prisionero en una aldehuela olvidada de Bolivia. Aquel infeliz verdugo con el transcurso del tiempo quedó en silla de ruedas. Sus superiores nunca más se volvieron a acordar de él, lo abandonaron a su suerte, al remordimiento y la miseria. Y para colmo de males, las cataratas en los ojos le quitaron la visión. Pero una tarde escuchó que al empobrecido barrio donde aún vive había llegado un equipo de médicos que atendían a los necesitados sin cobrarles. Allí acudió invocando a Dios para que lo atendieran. Y así sucedió. Un par de días después de haber recuperado la vista, el ultimador del Che se enteró de que el médico que lo había operado era un cubano que cumplía tareas de solidaridad con el pueblo regentado por Evo Morales.
Un tramo del camino lo avanzamos en silencio. Cada uno de nosotros cavilaba sus asuntos. Pepe caminaba despacio, las manos enguantadas a la espalda. Parecía un filósofo socrático cargado de dudas. Por mi parte, me di a pensar en esa profundidad que las anécdotas bien referidas son capaces de generar. De un momento a otro resultamos hablando del día que le entregaron el Premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez. ¡De eso ya hace más de un cuarto de siglo! expresamos al mismo tiempo. Entonces le cuento a mi amigo que en esa oportunidad la intelectualidad de Colombia no cabía en la ropa de lo orgullosa que se sentía. Tanto que hasta llegó a afirmar que la Academia Sueca se había hecho famosa al concederle el preciado galardón a Gabo.

—Si por allá llovía por acá no escampaba —repostó Pepe Viñoles quien por esa época vivía en uno de los suburbios de la capital—. En Suecia la euforia espantó el frío a sombrerazos. Con ese premio le fue dado a la mayoría de la colonia latinoamericana saborear el dulce del desquite. Un escritor perseguido por los militares de su patria, uno de los miles de refugiados del continente, era el premiado. Un contragolpe a esa derrota que es el exilio. Por eso la tarde del domingo 12 de diciembre del año 1982, la Casa del Pueblo de Estocolmo, estaba a reventar, a pesar de que la entrada costaba 100 coronas de esa época. Teníamos vedado asistir a la premiación oficial con reyes, embajadores y otras personalidades; más aún, teníamos que hacernos invisibles si queríamos entrar a la tradicional y pomposa cena de gala del Ayuntamiento.

Y enseguida me da a entender que si bien era cierto que muchos de aquellos felices latinoamericanos habían logrado en el esplendor de sus luchas sociales hacerse invisibles a las lupas de la represión, les era imposible hacer lo mismo ante los ojos de quienes cuidan y controlan la ceremonia más importante de la humanidad.

—Ni pensarlo —dice—, aunque si se hubiera intentado, tal vez hubiera sido posible. 
Al parecer sucedieron tantas locuras en aquella ocasión que la racionalidad sueca, estuvo a punto de explotar. Y no era para menos. A Gabo se le había ocurrido llegar a Estocolmo en compañía de un tropel de músicos y bailarines cuyas pieles ahumadas solo estaban protegidas del intenso frío por guayaberas de fina seda y blusas de mangas cortas.

—Pero no sólo eso —recuerda Pepe—. También García Márquez se negó a vestir el frac negro de rigor para recibir el premio de manos del rey. Para el escritor ponerse ese tipo de vestimenta le “traería mala suerte”, por lo que decidió lucir durante la ceremonia el, hasta ese momento, desconocido liquiliqui, atuendo caribeño de color blanco. Hay que imaginar el gran revuelo que eso causó entre los encargados del protocolo. Y como si fuera poco, se supo a media voz que llegaría un cargamento de ron de la Habana. Un gesto oportuno de Fidel Castro, por si a Gabito, su gran camarada, se le antojaba hacer una “cumbiamba” con los paisanos de Strindberg. ¡Y claro que sí —pensé—, una rumba con el sello del realismo mágico! ¿Acaso a mi compatriota no le habían otorgado el premio Nóbel por haber sido el arquitecto de Macondo? Ese villorrio tropical cuyos cochitriles tienen por techo alas de mariposas amarillas, tenía que ser consecuente y trasladarse por unos días a las nieves nórdicas. Por muy difícil y osado que eso pareciera.
Nuestra conversación fue cortada por el estruendo de un balazo y el chillido de un perro en la mitad del bosque.

—Un alce menos —dice Pepe.

Y de inmediato recuerda que hace 25 años el actor chileno Igor Cantillana lo llamó por teléfono para contarle que se estaba organizando una fiesta popular para festejar con el mismísimo Gabo. Y quería que Pepe, que también es diseñador gráfico, hiciera el afiche.

—Por esos días yo andaba bregando por hacer una plaqueta ilustrada para la editorial Nordan, a partir de la fascinación que me había causado la lectura de la novela Mascaró el cazador americano de Haroldo Conti, un autor detenido-desaparecido en Argentina. Había sacado la conclusión que tanto la imaginaría de Conti como la de García Márquez era imposible de traducir visualmente —recuerda lleno de nostalgia mi amigo.

Pero a pesar de la conclusión a la que había llegado, se puso a diseñar el afiche con gran entusiasmo. Como un poseído comenzó a rodear el rostro de García Márquez con imágenes que se le ocurrían y que fue sacando de la gráfica popular latinoamericana: de Guadalupe Posadas, de la Lira Popular chilena, de los Grabados brasileños de Cordel; también de los caprichos de Goya, buscando bucear en otro de los vientres primeros de nuestra identidad.

—Elementos esos que en mi collage iba asociando con los personajes y situaciones de la obra del colombiano —agrega.

A último minuto, como siempre sucede, el cartel fue metido a imprenta y ya impreso, se pegó por todo Estocolmo. En este punto nuestra conversación tuvo que suspenderse. Repentinamente del bosque salieron dos afligidos cazadores cargando en una improvisada camilla, salpicada de sangre, a un perro que tenía una bala incrustada en una cadera. Pepe y yo nos miramos desconcertados. Nos detenemos sin atinar a hacer nada. No es usual ver cazadores llorando. Y mucho menos cargando perros en camilla. Los vimos desaparecer rumbo al centro de la ciudad. Es Pepe Viñoles quien unos instantes después de haber reiniciado la caminata, retoma la conversación para seguir contando que aquel 12 de diciembre, un puñado de refugiados políticos, entre los cuales se contaba él, se dio cita bien temprano en la Casa del Pueblo para arreglar el local donde se llevaría a cabo la fiesta con Gabo. Las escobas, los traperos, las mesas los micrófonos, en su ir y venir extenuaron al puñado de entusiastas. Y cuando ya casi dejaban todo listo alguien llegó a decirles que tenían que ir a descargar un camión repleto de cajas de cartón. Pronto se dieron cuenta de que la carga era ¡el ron que Fidel Castro le enviaba a García Márquez! Así que tuvieron que dejar el cansancio a un lado y ponerle manos a la obra. Debajo de las escaleras del local se improvisó un depósito, una bodega llena de trago de la Habana. Eso en cualquier país del mundo no sería ninguna novedad. Pero en Suecia no solo es novedad sino delito que se castiga con más severidad que el de la evasión de impuestos. Acá, para dar algunas puntadas de la complicada política etílica, la venta de bebidas alcohólicas es de monopolio estatal y el alcoholismo es considerado enfermedad y por lo tanto se puede aducir como causal para obtener la pensión anticipada. En ninguna parte del reino se puede comprar bebidas embriagantes que no sea en estancos del Estado con horarios restringidos. Siendo así, los exhaustos organizadores de la fiesta y, por supuesto, el mismísimo Gabo, estaban, sin saberlo —por supuesto— corriendo el riesgo de ir a parar tras las rejas. Y si las autoridades se hubieran enterado, a tiempo, de lo que a esa hora estaba sucediendo debajo de las escaleras de la Casa del Pueblo, hubieran librado una orden de captura contra Fidel Castro. Y valga aclarar que no se está exagerando. En fin, le pido a mi contertuliano que me cuente cómo se desenvolvió el resto de la jornada cultural de esa tarde. Me dijo, sin perder el enardecimiento con que venía hablando, que a pesar de que el local estaba que no le cabía un alma más, él mismo terminó sentado dos filas atrás de García Márquez, su mujer y su bulliciosa comitiva. Al escenario subieron niños chilenos a bailar cuecas y Aníbal Sampayo interpretó una canción que dedicó al popular Omar Torrijos quien hacía muy poco había muerto en un sospechoso accidente aéreo.

—En ese instante me pareció que el recuerdo de su amigo panameño conmovió hondamente a Gabo —dice Pepe.

Y agrega que también cantó el popular trovador Cornelis Vreesvijk y el cantautor sueco Tommy Körberg. De un momento a otro el escenario se inundó de tambores y acordeones y fuego y sensuales contorsiones del tropel de músicos y bailarines que Gabo cargó para donde quiera que fuera durante su estadía en Estocolmo.

—Por último, García Márquez subió al escenario y se sentó frente a una pequeña mesa. Pidió un vaso de agua y aclaró que antes de empezar a leer necesitaría respirar profundo, porque su relato El último viaje del buque fantasma sólo tenía un punto al final —cuenta mi amigo.


Pepe Viñoles hace una pausa en su relato sin dejar de caminar. Veo cómo los aires de la nostalgia circundan su rostro. Mete los labios entre los dientes, para protegerlos del frío. Luego prosigue como rogando.

—Ojalá sea cierto que Gabo escogió la lectura de ese sensacional cuento cuando Mercedes Barcha, su mujer, le mostró el afiche que yo había hecho y que ella había recogido a la entrada del recinto. Sospecho que en caso tal influyó el que yo hubiera enredado en sus greñas hirsutas un pequeño Titanic.

—¿Y qué pasó con el ron?, lo interrumpo.

La respuesta llega sin dar espera alguna.

—En vista de la abundante cantidad que había, decidimos regalarle a cada asistente al evento una botella de medio litro para que se marchara solito o acompañado a la casa o a donde quisiera, a seguir con la rumba garcíamarquiana. Aun así, las botellas no se agotaron. Las que sobraron, y eran bastantes, tuvimos que cargarlas para una casa en Rinkeby y allí improvisamos una “cumbiamba” con los que quisieron asistir. En vano tratamos de consumir todo el trago escuchando vallenatos, remedando a Totó la Momposina, y tratando de bailar cumbias, contorsionados, como lo hacía el séquito de exóticos bailarines de Gabo. El caso fue que el lunes, aún con la resaca a cuestas, me enteré por los diarios que los asistentes a la fiesta del escritor latinoamericano en la Casa del Pueblo, habían violado la ley sueca al hacerse cada uno a medio litro de alcohol sin pagar el respectivo impuesto a las ventas. 
No sobra decir que mi amigo uruguayo espantó el malestar etílico, marca Habana Club, al contemplar una vez más el afiche de fondo azul que había colgado como trofeo al ego artístico en una de las paredes de su apartamento. Ahí estaba Gabo, sonriéndole. Mirándolo a través de las costillas de un pez descolorido. Y al costado del mentón del escritor había un hombre amarrado a un poste, frente a un pelotón de fusilamiento. Una figura nacida de la sinrazón de Goya. Entonces fue cuando cayó en cuenta que con esa escena comienza Cien años de soledad, la insuperable novela del causante de la fiesta que hace ya un poco más de un cuarto de siglo en Estocolmo superó al realismo mágico.

*Escritor colombiano residente en Suecia
tector@hotmail.com