Vine a Jönköping porque nos dijeron
que acá vivía Dios con muchos templetes. Bueno, eso se lo dijeron a la madre de
mi novia guanaca de ese entonces. Y yo le prometí a mi enamorada que me mudaría
con ella cuando terminara mi estancia en el campamento sueco para refugiados,
lugar donde nos topamos. Se lo dije con sus manos entre mis manos, en señal de
que la cosa era en serio. Ella estaba
preñada y yo quería prometerle hasta la luna y sus más cercanas estrellas. “No
te vayas a ir solo por el mundo”, me recomendó. El nombre de esa ciudad enreda
la lengua al pronunciarlo pero allá hay gente de sano corazón. Estoy segura de
que en aquel lugar vivirás a gusto, lejos del odio de los militares de tu
tierra.” Entonces no hice otra cosa más que hacerle caso.
Antes de eso me había dicho:
―No vayas a exigir más de lo
que necesitas. Lo que los suecos han querido darnos nos lo han dado. Su gran
solidaridad con los zarrapastrosos y perseguidos del mundo. La protección que
nos han ofrecido devuélvela con creces.
―Así lo haré.
Con esa promesa a cuestas llegué
a Jönköping cuando el gélido diciembre del ochenta y cuatro empezaba a parir sus días. A los pocos meses
empecé a pronunciar palabras suecas como lo hacen los chamacos que aún no
caminan, a media lengua. Entonces cambié el código penal que traía desde mi
ciudad natal por un manual de torno productor de herramientas industriales. Tan
pronto como terminé el curso de mecánico fabril engrosé, henchido de meras
expectativas, a las filas del proletariado nórdico. Me empleé en la gran
fábrica hacedora de rollos de papel que en ese entonces había en este pueblo de
Dios y sus templetes. No me atrevo a calcular cuántas nalgas se limpiaron con
los rollos de papel higiénico que me tocaba producir en interminables jornadas
nocturnas. En una noche de esas, en un
merecido descanso, tomé un par de etiquetas, con las cuales identificaba los
rollos, y escribí un corrido violento, como esos de la revolución mejicana, cuya
música me acompañó el resto de la laboriosa noche. Y el asunto quedó así, sin
que se alterara el paso inexorable del tiempo. Hasta hace poco que encontré el
susodicho corrido entre las amarillentas hojas de una Biblia en mi biblioteca
personal. La composición debe tener por lo menos unos veintisiete años y, como todas
las escrituras, refleja las pasiones del momento. Aunque ya por esos días se
acatarraba la consigna aquella de que el poder nace del fusil empuñado. Enhorabuena
para bien de la chusma que es la que siempre pone los difuntos de lado y lado. Como
sea, quizás algún día me trinque unos tequilas, empuñe una guitarra y me ponga
a darle aires populares al mentado corrido. Eso sí, sin que el talante se me
caiga de pena pero también sin ánimo de hacerle un guiño a las escopetas, ni
más faltaba:
voy a contarles señores
la historia de un reventón
el alzamiento de mi pueblo
con mucha y justa razón
ellos vivían en paz
alegres y hermanados
cuando vino un general
matando por todos lados
y se montó en poder
y allí empezó a mandar
que fusilaran los hombres
que lo querían derrocar
durante largos periodos
mantuvo la ley del miedo
sin que nadie se atreviera
a tirarle un torpedo
pero un día el pueblo cansado
se levantó sin piedad
emprendiendo la guerra
del campo a la ciudad
se organizaron milicias
guerrilla y dirección
y se fueron al combate
hacer la revolución
asaltaron los cuarteles
que tenía el dictador
y en medio del tiroteo
le dieron al malhechor
el tirano mal herido
se puso a suplicar
que en nombre de la patria
no lo fueran a matar
el pueblo hizo justicia
y recordó a sus difuntos
aprendiendo que la guerra
la ganan peleando juntos
hicieron muchas reformas
y fueron muy solidarios
especialmente en el campo
con sus hermanos agrarios
este es el fin del corrido
que les quise comentar
la historia de un pueblo unido
que no se dejó humillar
Víctor Rojas