Aquel diciembre de 1996 viajé, en un ruinoso bus, de Managua
a San Salvador fustigado por esas absurdas tareas que la poesía nos asigna de
cuando en cuando. Había viajado a Centroamérica en busca de testimonios para
una serie de artículos, sobre poetas latinos insurrectos, que había prometido
entregar a la revista sueca Folket i Bild. Asimismo añoraba recorrer las
ruidosas calles que anduvo Roque Dalton, aquel vate del cual hablaban con
sentimiento los refugiados salvadoreños con quienes yo había compartido días de
exilio en el campamento de Moheda, al sur de Suecia. Varios de esos
transterrados guanacos eran oriundos de La Palma, pueblo rulfiano que por
supuesto también quería conocer en mi visita al “Pulgarcito de América latina”.
Tenía especial interés en ir a la casa del pintor Fernando Llort y contarle que
su cruz de cerámica que había enviado a Suecia para adornar la tumba de un
adolescente, coterráneo suyo, se había convertido en un elemento que despistaba
por sus figuras de vivos colores a los dolientes que visitaban el camposanto
principal de Jönköping.
Pero volviendo a nuestro tema, El Salvador por esos días aún
se encontraba en ese estado incierto en que quedan los países después de una
larga guerra. Los jóvenes de la capital procuraban encontrar de nuevo la
alegría y la buena charla en humosos bares recién inaugurados en la cercanía de
la Universidad Nacional, sobre la avenida que conduce a San Antonio Abad. En
vista de que no pude visitar La Palma, porque las empresas de alquiler de
coches consideraban que la carretera al pueblo tenía demasiados y pronunciados
baches, decidí dar una vuelta nocturna por esos nacientes bares en compañía de
la poeta Aída Párraga. Recuerdo que no se escuchaba en aquellos improvisados
establecimientos la melcochosa música de los vallenatos colombianos ni las
canciones protesta que tanto enhebraron a los jóvenes utópicos de la gran
América Latina en los años 70. Ni de riesgo. Parecía que por orden
sacramental sólo se podía escuchar el insufrible sonsonete de La Macarena. Como
sea, a eso de la medianoche fuimos a parar a una silenciosa taberna llamada
Mallinali. Allí lo único que adornaba las paredes era un puñado de poemas
garabateados y firmados por Otoniel Guevara. Para mi sorpresa era el propio
poeta el amo y señor del local que a su vez era su mesa de trabajo y el espacio
donde compartía con su familia. En el primer intercambio de impresiones el
anfitrión me pareció un lobo solitario, una especie de derrota acorralada. Esa
noche hablamos poco, quizás porque en el mustio ambiente flotaba la sensación
de que en El Salvador nada había pasado empero la valentía y gran sacrificio
con que los personajes del roquedaltiano Poema de amor habían enfrentado la
brutalidad estatal durante la guerra. Tocamos, eso sí el tema de la firme
creencia que profesan los guanacos a la brujería pero también el espinoso tema
de los otrora guerreros agazapados en Guazapa, allá donde “el cielo se amamanta
colgado del pezón de las montañas”.
Salí de aquel grácil lugar con los cuatro poemarios que
Otoniel Guevara había publicado hasta ese entonces. De ese arrume de poemas
escogí tres para traducirlos al sueco e incorporarlos en una tesina sobre la
llamada poesía exteriorista latinoamericana que escribí para la Universidad de
Gotemburgo años más tarde. Escogencia acertada porque la poética de Otoniel
Guevara encuadra sin ningún roce en los parámetros de los versos comprometidos
con la denuncia, las aspiraciones de los pueblos por la democracia y el estado
de bienestar social.
Después de aquella noche de taberna triste no volví a saber
del decepcionado Otoniel Guevara. Tres años más tarde nos volvimos a encontrar
en el Festival Internacional de Poesía de Medellín. El intenso ajetreo lírico de ese momento no
nos permitió compartir como debiéramos haberlo hecho. Fue un encuentro apurado,
como dije, pero que nos sirvió para confirmar que éramos cómplices
irremediables en la búsqueda de versos esquivos.
Tendrían que pasar dos años más para volver a vernos. Eso
sucedió en el Festival de Poesía de la Habana. Allí también el encuentro fue
efímero y donde terció el bardo tolimense Gonzalo Escobar Téllez quien
estrenaba sus Poemas para una cama cósmica,
editados por Simon Editor, la misma editorial nórdica que ahora publica
Mazatsihua, vocablo nahuat que en este caso deja de ser su real significado de
mujer ciervo para convertirse en un recorrido por los poemas anteriormente
publicados por Otoniel Guevara.
Años después, y gracias a que el mundo se achicó
considerablemente con el gigantesco avance de la tecnología, recibí un correo
de Otoniel Guevara quien me animaba para que le colaborara con artículos para
el suplemento literario Tres mil del
cual él era editor responsable. Así que, como es de suponer, cuando Otoniel
Guevara renuncia a la jefatura de dicho suplemento, volvemos a entrar en la
esfera de los desencuentros. El magnífico Jorge Luis Borges nos enseñaba que
las amistadas no necesitan de frecuentarse para perdurar. Y yo creo que es así,
que los amigos, como decimos en Suecia, son como las estrellas que aunque uno a
veces no las ve sabe que siempre están ahí.
Víctor Rojas
Que hermoso texto, a la amistad, la poesía y el poeta, que continúen los encuentros!!
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