miércoles, 26 de julio de 2017

Las volteretas de la vida


Un par de semanas después de haber arribado, en compañía de mi pequeño hijo, al campamento de refugiados de Moheda, el director me mandó a llamar con el intérprete.
―¿En qué piensas trabajar acá en Suecia? ―me preguntó sin aspavientos después del saludo.
―En lo que me gusta y he estudiado con muchas dificultades, la abogacía ―respondí lleno de ilusiones.
El director, un rubio rollizo a quien se le notaba en su postura veraniega la experiencia de los embistes burocráticos, pareció sonreír al abrir la boca de nuevo:
―Si quieres trabajar como abogado en Suecia primero debes leer, escribir y expresarte muy bien tanto en sueco como en inglés. Y luego de que hayas superado esa barrera idiomática puedes homologar tus estudios jurídicos realizados en Bolivia.
―En Colombia ―me apresuré a corregir―. Estudié Derecho y Ciencias políticas en la Universidad Nacional de Bogotá.
―Bueno, eso Colombia ―prosiguió―. Cuando ya tengas esos requisitos tienes que solicitar un cupo en cualquiera de nuestras facultades de leyes y estudiar allí durante dos años la normatividad sueca. Es bueno que sepas que solo el uno por ciento de los cupos universitarios está disponible para estudiantes foráneos. En caso de que corras con suerte y seas admitido y, por supuesto, aprobado el curso tienes que practicar durante otros dos años en alguna firma de abogados. Eso sí, no sin antes haber adquirido la ciudadanía sueca pues según nuestras actuales leyes ningún extranjero puede ejercer el oficio de abogado.

Hace poco viajé a Moheda. Para mi tristeza ya no existía el campamento de refugiados.
El director permaneció en silencio esperando mi reacción a sus palabras. Pero yo en ese instante sólo pensaba en lo fácil que alguien puede destruir las ilusiones de otra persona. Desde joven había soñado con ser un fogoso abogado penalista. Tanto anhelaba serlo que muchas veces, y antes de ser admitido en la universidad,  me paraba frente a un gran espejo a pronunciar con fe arrolladora alegatos de imaginadas audiencias. Mis palabras bien entonadas volvían añicos los argumentos de la contraparte. Pero siempre hay alguien que se orina en el vaso donde bebe el sediento. En mi caso fueron los torturadores de la Brigada de Institutos Militares de Bogotá quienes para encubrir un uxoricidio me acusaron falsamente de ser uno de los matones de la señora Gloria Lara. Un par de meses antes de esta alevosa acusación había alquilado una pequeña oficina en el centro de la ciudad, con el fin de hacer realidad mis sueños de litigante. Los chafarotes apenas si me habían dejado saborear para siempre el tan anhelado oficio del litigio ya que ahora me encontraba frente al director del campamento de refugiados quien con su crudo positivismo luterano me ofrecía una insospechada alternativa para ganarme el pan del día en Suecia.
―Así que olvídate de la abogacía ―continuó―. En este momento Suecia necesita mano de obra en la industria. Lo mejor que puedes hacer es estudiar tornería a la par de nuestro idioma.
Así fue como detrás de un torno industrial vi caer la nieve, por primera vez, a través de los grandes ventanales de un taller de aprendizaje. Dos años más tarde con el diploma de torneador bajo el brazo pasé a engrosar las filas del proletariado sueco. Mi nuevo oficio consistía en manejar una enorme máquina de cuchillas que convertía colosales cilindros de papel en rollos de papel higiénico.  Al solicitar membresía en el sindicato sentí orgullo de pertenecer a la clase obrera en si.  Pero al cabo de tres años la nostalgia de los estrados judiciales me hizo sentir enormes deseos de pertenecer a la clase obrera para si.

Mi carné de miembro del sindicato
Por fortuna en una asamblea del sindicato cayó en mis manos un folleto donde se describía de manera sucinta las obligaciones del patrono con los trabajadores. Si un obrero, daba a entender el prospecto laboral, no sabía leer ni escribir el patrón estaba en la obligación de mandarlo a estudiar devengando sueldo. Entonces silogicé que si mis estudios no tenían ninguna validez en Suecia podría por lo tanto concluir que no existían. Así que sin pensarlo dos veces les solicité a los dueños de la fábrica que me mandaran a estudiar. Ni yo mismo lo creía cuando de la noche a la mañana estaba sentado en un pupitre de la escuela superior para adultos, aprendiendo las tablas de multiplicar en sueco.


En la escuela Rosenlundsfölkhögskolan, donde estudié el bachillerato,
con los profesores y compañeros de clase
En aquel centro escolar terminé sin muchos contratiempos el bachillerato acelerado. Volví a sonreír, sobre todo al haber descubierto el mundo literario de los nórdicos. Pero como no me resignaba a tener que olvidar los estudios jurídicos entré a la universidad a estudiar las leyes suecas de protección social. Y de puro ambicioso y a sabiendas de que acá la universidad es gratuita y además le pagan una mensualidad apropiada a los estudiantes, decidí a la par del estudio de leyes estudiar ciencias de la literatura. Culminé rozando las dos carreras y por supuesto nunca más volví a la fábrica de papel higiénico sino que por aquellas cosas absurdas de la vida terminé trabajando en el engranaje jurídico de Suecia. Ah, y de vez en cuando dicto charlas sobre las metáforas de los vikingos.
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Víctor Rojas
Jönköping, 26 de julio de 2017